Ron con Cola

Hoy me levanté con un humor radiante. Esperanzada. Con ganas de desayunar tranquila, en una mañana hermosa de sàbado.
Pero me topo con obstáculos. Cientos. Miles. Pañales con caca humeante que tengo que cambiar mientras se me hierve el agua para el café.
Pancito con manteca para la mayor mientras ya me caliento por segunda vez en el microondas un café hervido. Gael (el bebé) tratando de arrancar la instalación eléctrica, cuando yo tenía, por fin, fruta en la boca y segregaba saliva feliz.
Con ganas de llorar por mi frustrado desayuno y por la pila de diarios que, claramente, no voy a llegar a leer, miro la carita de Gael que me mira feliz y pienso:  “yo lo concebí, le di mi cuerpo,  le abrí mi corazón y él se transformó en un tirano”. ¿Por qué? ¿Qué pasó entre mi deseo previo a la concepción y la tiranía de un niño de 1 año? ¿Cuál es el punto intermedio entre el romanticismo desmedido del desear un bebito y la realidad de tu independencia hecha añicos? ¿De verdad voy a tener que esperar a que sea adolescente para recuperar mi vida?. Si justo ahí te usan la ropa y la casa. ¿Mi vida volverá? ¿Quién soy? ¿Dónde estoy?
Una se va olvidando qué es lo que, de verdad, desea. Cuál es mi o tu prioridad, realmente. ¿Era cambiar un pañal o comprar otro baberito bordado nuestro máximo anhelo? Una se despersonaliza. Se desvanece. Los niños te hipnotizan y te convencen de que te gusta lo que estás haciendo. Les das lo que el pediatra te dijo que no les des. Pero el pediatra no está ahí contigo y ellos. EL pediatra no está ahí para ver que lo estás contradiciendo y, mucho menos, para soportar los gritos de tu nene que quiere frrsaaaaaaassss. Les dás lo que quieren casi siempre, al final. Ellos mandan. Esos pequeños tiranos nos tienen cagando aceite. Ellos son el jefe. ¿O alguien es capaz de decirme lo contrario, con pruebas que sustenten su teoría?
Mientras le “presto” a Cesar mi celular para que juegue, en mi afán por embuchar algo, rebobino e intento recorrer cronológicamente los hechos, tratando de hacer memoria y poner en orden mi historia, o debería decir histeria. Recordé cuando busqué a mi primer hijo. El compromiso con Willy. Los sueños de paraíso, cuando compraba las cositas para el cuarto, cuando me entregaba inocente a la experiencia… y, de inmediato, recordé también los ataques de pánico al día siguiente del parto.
En ese momento detengo la cinta cerebral y la rebobino más. Porque mi memoria no es digital. Es analógica… literalmente hablando y en cualquiera de sus interpretaciones posibles.
Ahí recuerdo mi reacción ni bien me dio positivo el test de embarazo. No solo mi reacción, sino la de muchas otras mujeres y sus parejas. Una se sobresalta, se inquieta y asusta, como si no fuera lo previsible. Me pregunto… ¿por qué a las personas que buscamos un hijo a conciencia nos agarra ese ataque desenfrenado cuando leemos que el test de embarazo, en el medio de la madrugada, nos da positivo? O sea, ya lo decidimos, estamos todos de acuerdo, deje las píldoras … ¿ por qué entramos en pánico de esa manera cuando vemos colorearse la segunda rayiiiiiita del test? ¿No era lo que queríamos? ¿No era lo que esperábamos que pase? ¿Acaso no te sabías el cuento del óvulo y el espermatozoide estúúúúúpida?. Y me lo digo a mí. Pero se lo digo a todas.
Yo aún conservo los tests correspondientes a la noticia de Abi y Cesar. No sé  para qué decidí conservarlos. Tal vez para recordar que yo elegí “todo esto” y que ellos son inocentes. Ahora, serán inocentes, pero tranquilitos, las pelotas!!.
…lo que pasa es que tienen esas caritas, esas sonrisas, esa capacidad de babearte con amor… que, claro, una se confunde. Se olvida. y tù… cuando te hizo con la boquita “aaaaabbbbaaa”, ese besito dulce de bebe, te importó poco,
Pero una va acumulando. Ropa sucia, caca, sueño, kilos. Todo acumula una. Y un día eres otra. De repente te olvidaste de cómo eras y vas por el tercero. Y después, un día, quisiste desayunar y te preguntas: “¿En qué momento pensé que iba a ser una buena idea tener otro?.
Debo admitir que nunca me hice demasiados tests. Quedé embarazada el mismo mes que decidí buscar. O sea: lo pedíste, lo tienes.  Yo creo que cuando, en el cielo, me escucharon decir que “…ma, sí. Tengamos un bebé. Ya es momento”, ahí mismo alguien gritó: “¡daleeeee, la loca quiere unoooo.  Tírenselo ahora, antes de que se arrepienta!”.
Mi madre, fue tanto lo que me escuchó decir que nunca más iba a someterme a la demoníaca experiencia del embarazo y la maldición de la crianza, que, cuando le conté que estaba embarazada, no me creyó. Me dijo: “¿pero, cómo puede ser?! Con todo lo que juraste que era la última vez?”.
Y detengo  un momento la cinta otra vez. Porque, a pesar de todo lo que escribo, a mis hijos los vuelvo a elegir. Yo, ya no soy yo sin ellos. Yo soy mamá. La mamá de Abi, Cesar y Gael. Esto lo aclaro para todos los “zapatos” que se quedan en la literalidad de las palabras  y no entienden lo que quiero significar. ¡Chicas, no entienden de qué nos reímos, o por qué nos cruzamos!. Vayan lo sabiendo, señores: las emociones cruzadas de una madre coexisten. Amor y odio. Se necesitan. Son como el yin y el yan. El ron y la cocacola. Van juntos y yo los necesito: a mis hijos y al Ronconcocacola ¡Salú!



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