Toda una vida.

Fueron mas de cuarenta años de lo que parecía una felicidad sin final. Él había llegado a la gran ciudad desde el interior del interior, para trabajar, y se enamoró perdidamente de la capital y sus infinitas posibilidades. Ella, había nacido al sur y también trabajaba para ayudar con el sustento.

Se encontraron, como se encuentran todos, un poco de casualidad y otro poco a causa del destino, implacable compañero de la vida. Se gustaron de inmediato, pero en esa época las cosas se sucedían lento, como si los días duraran para siempre. Y así se sentía, sin tanto trajín ni tanta bulla que trajo consigo la modernidad que viniera mucho después.
Él, seguramente, le fue a pedir la mano a su madre, quien era la costurera del barrio; abnegada, querida y admirada por los tantos vecinos dada su devoción al oficio y su historia de dolores indecibles, de guerras pasadas y huidas para buscar un lugar en el mundo, olvidando su infancia en el camino, como tantos otros provincianos. Convencida de sus intenciones y contenta con sus ideales, dijo que sí al instante, con un poco de dolor por la pérdida de una hija, pero con la felicidad por haber ganado un hijo.
Se pudieron casar, sin demasiada pompa, pero teniendo de testigos a una familia que cada día se hacía más y más numerosa, en la que muchos recorrieron los kilómetros que los separaban de sus casas para asistir al evento. Y como el casado, casa quiere, se fueron a vivir juntos, a una linda casita desde la que solo debían caminar unos pocos metros para llegar a la de la madre de ella, donde la madre solía cocinar para todos, sudando pero sin quejas, unos chupes de camarones que quedaban en la memoria de cada uno que los probara, quizás mucho más por el sabor de la unión familiar y el amor con que estaban realizados, que por cualquier otra cosa. Tuvieron hijos a quienes educaron como ellos consideraron mejor, bajo unos estrictos ideales que hoy conmoverían a cualquiera. Se acompañaron en grandes momentos así como en los peores, aquellos años terribles de la perdida de uno; con dolor y ausencias imposibles de entender.

Ella, siempre dedicada, le arreglaba la ropa para que llegara a la oficina de la mejor manera posible y luego lo esperaba mientras intentaba contener a esos hijos que tanto orgullo le produjeron a través de los años.
La vejez los encontró unidos, repletos de amigos con quienes pasar el rato y un montón de nietos a quienes llevaban de paseo con dulzura y cariño, dejándoles en el camino enseñanzas de esas que nunca se olvidan.

Los domingos recibían a sus hijos con sus familias, como habían hecho con ellos, y cuando los ruidos de la casa se iban apagando con las ausencias, solo se quedaban en el mar de recuerdos.

Hasta que un día, el menos esperado de todos, que estas cosas pocas veces se anticipan, él se agotó, su cuerpo colgó los guantes y se fue muy lejos de todo. Lo despidieron muchos, con honores y discursos, incluso ella, que no podía frenar las lágrimas con ningún abrazo, que no podía entender eso que estaba sucediendo en ninguna condolencia, que no podía descifrar el futuro en ninguna cara. Sus restos ya descansan.

Ella, tres meses después, todavía lo llora algunos días, buscando en los gritos de impotencia la respuesta para la tragedia, sin encontrar nada más que un desahogo que suena a miseria espantosa. Casi todos los demás días sonríe, pensando en los tantos momentos de felicidad que se regalaron mutuamente, esperando, a veces con paciencia y otras sin tanta, el día en que el piadoso destino los vuelva a unir, aunque más no sea en los recuerdos cargados de emoción de quienes van dejando atrás.


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