La revolución empieza en casa

Cada fin de mes me agarra lo que yo llamo “crisis de cansancio”. Me da por quejarme de todo, no quiero hablar, tengo cara de culo, todo me molesta. Generalmente son uno o días que me replanteo si está bien lo que estoy haciendo, que me enojo conmigo por no poder ser distinta, por no poder cambiar algunas cosas de mi que no me gustan. Y casi siempre están relacionadas con ser madre porque una crisis de cansancio ¿con que más puede tener que ver?. Recuerdo que anhelaba que Gael dejara de ser bebé y caminara, y cuando caminó me resultó agotador perseguirlo por todos lados,
así que deseé que hable, y cuando habló, habló tanto tanto, que me saturó la mente. Ahora deseo que se le pase el Edipo, porque su demanda constante de atención me agota, y cuando se le pase el Edipo ¿Qué desearé? ¿Que sea adolescente? Si, eso. Para tener conversaciones de grandes y que sea una compañía. Lo más probable es que, cuando sea adolescente, no me de pelota y yo me ponga nostálgica, y ahí voy a desear que vuelva a ser bebito porque no pude disfrutarlo cuando tenía 6 meses, porque estaba apurada porque creciera, porque estaba cansada, porque era aburrido, porque me daba ansiedad ver como serìa.

También me agota hacer la cena de hoy y el almuerzo de mañana todos los días, limpiarle el potito cada vez que va al baño, sonarle los mocos 400 veces por dia sin que entienda lo que significa “sonar” cuando está resfriado, mandar las cosas que todos los días piden en el nido, cortarle las uñas y el pelo con la lucha que eso implica, jugar una y otra vez a las mismas cosas, mirar una y otra vez la misma película, decir una y otra vez las mismas cosas para fijar las rutinas domésticas, humanizarlo, socializarlo y odiarte infinitamente al escucharte, sentirte tu vieja, sentirte vieja, hincha pelotas y consolarte diciendo que lo haces por su bien, el consuelo más idiota del mundo.

Parece que me quiero hacer la altruista, que horror. A veces las madres hacemos eso, pensamos en todo lo que hacemos por nuestros hijos y nos sentimos diosas, devotas, generosas. Yo no quiero eso, no me gusta cuando mi vieja me dice “¿sabes todo el esfuerzo que yo hice por ti?”. Y sin embargo ahí está, todo ese trabajo invisible que, cuando no está en la práctica, está en la cabeza.
Pienso que falta un montón para que no sienta culpa cuando me voy a trabajar, cuando no puedo ir a una reunión del colegio, o cuando no puedo llevarlo a un cumpleaños. También falta para que dejemos de decir “mi marido me ayuda” en vez de “hacemos las cosas entre los dos”. Falta también para que muchas mujeres no dejen de trabajar porque “entre lo que gano y lo que me cobra la niñera no hay diferencia”. Pero sobretodo falta mucho para que cuando llueva, los hombres sean los que se acuerden de sacar la ropa del cordel.




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